La Eterna Promesa XLI

Martín, Martín, Martín Palermo.

Solo un futbolero que entre en la categoría “adicto estúpido” puede predecir de qué se trata este cuento solo por el título. Para los mundanos tradicionales, esos que viven su vida a pesar del fútbol, que no les amarga la semana que pierda su club ni se transforman en Miss Alegría por una victoria en la hora, les voy a contar lo que pasó. Perdón si se me va más largo de lo normal, créanme que vale la leída. Martín Palermo es, en pocas palabras: todo lo que está bien. Ex-futbolista argentino, delantero, con las mismas cualidades físicas que un árbol, pero con una especie de atracción divina por el gol. Ni debe saber cuántos goles hizo en su carrera ese anormal, ¿un millón? Pero lo traigo al cuento ya que uno los hitos de su carrera fue muy similar a lo que me pasó el fin de semana pasado. Ordenando las cosas de manera correcta, lo que hice el domingo en el clásico fue parecido a lo que él hizo muchos años atrás. Es más, con el respeto que merece, voy a escribir el resto de cuento de pie. Pierna querida, aguantame una más. Como les conté, el desgarro me dejó técnicamente out de las canchas. Se dice que en 21 días se cura y recién ahí podés volver a jugar. No iba ni 5 días de recuperación pero se jugaba el clásico. Y si hay algo que le gusta al uruguayo, es jugar un clásico. Para un vendehumo como yo, es la gloria, no hay otro partido como ese para aplicar el Manual del Smokeseller. El problema es que al tener desgarrado el posterior, no había mucho que pudiera hacer. El viernes lo encaré al doctor: “no sé qué se puede hacer, pero yo el domingo tengo que estar a la orden”. Me miró sorprendido, estupefacto, incrédulo. Pequeño detalle, no habla español. Por eso su cara… Fui a buscar al traductor y él se lo hizo entender. Contestó que era una locura. Un desgarro, si no se trata bien, con mucha quietud, puede crecer y por ende alargar el tiempo de recuperación. Pero insistí. Estaba decidido. La ciudad entera necesitaba ganar el clásico, y nosotros, como equipo, no podíamos decepcionarlos. Hablé con el DT y entendió que, si bien era una demencia, estaba en todo mi derecho de querer hacer ese sacrificio. Pinchazo mediante, el doc aclaró que no iba a aguantar mucho en cancha. Jugar desde el arranque nunca fue una opción, sería como hacer jugar a Riascos en Peñarol. ¿Me explico? Fuimos al banco, yo y mi pierna derecha semi dormida. Funcionaba pero no la sentía. Nunca me drogué, pero debe ser algo así. Estadio repleto y una lluvia intensa que le daba al partido un marco perfecto. Primer tiempo 0-0 pero con de todo. ¡Divino partido! Divino para estar adentro, no afuera como un gil. Segundo tiempo y la cosa se puso fea. A los pocos minutos llegó el gol suyo, 1-0 y a atrincherarse en el fondo. Dos líneas de 5, parecían un ómnibus adelante del arco. Era más fácil entrar a Estados Unidos siendo mexicano narco, con eso les ilustro la situación. Se acercaba el final… el resultado seguía igual y un intercambio de miradas fue suficiente: a la cancha. Obviamente ni calenté, qué sentido tenía si ni trotar podía. Pero, queridos amigos, ya saben que el pibe que escribe y juega siempre da que hablar. Córner a favor en el minuto 89’. Un comité entre todos los dioses decidió que la pelota cayera en mi cabeza y… ¡GOLAZO! 1-1 y la locura a flor de piel en el estadio. Dicen que la Bombonera late, yo les puedo jurar que en ese momento temblaba la cancha. 4 minutos de descuento. Nosotros estábamos satisfechos con el empate, pero la gente quería más. Tenían razón, no era lo suficientemente épico, menos para un tipo como yo que colecciona momentos memorables. Tiro libre ofensivo para ellos. “¡Es la última!” grita el juez. Menos el arquero, todos los suyos al área nuestra. Como yo no podía seguir ni a una estatua, me quedé en la mitad de la cancha. Patean, rebota en la barrera y la pelota me queda a mí. De película. Recibo, giro y es mano a mano, yo contra el guardameta. Pequeño detalle, me faltaba media cancha para llegar a enfrentar al de guantes. La adrenalina me copó el cuerpo y como si estuviese sano arranqué a correr. ¿Y la lesión? ¿Y Candela? ¿Y la vuelta de Salgueiro a Danubio? ¿Y lo de “última jugada”? Desesperado el pobre golero pedía a gritos que el juez terminara el partido. ¡Plantate, cobarde! Gesto de “siga, siga” del juez y yo “seguí, seguí”. Cuando estoy por llegar al área… ¡PUF! Otra vez el pinchazo asesino en el posterior. Ahí estabas, lesión. Tanto tiempo… Sentí literalmente cómo se me abría al medio el músculo. Pero ya estaba en el baile, tenía que bailar. Había una sola chance, desde donde estaba parado, picársela al arquerito que había salido a achicar. Ni un paso más podía dar. No sé cómo fue que sucedió, pero la jopee como el ‘Burrito’ Ortega… Con la vista nublada alcancé a ver cómo la pelota bajaba justo a tiempo y entraba como pidiendo permiso al arco. ¡G O L A Z O! Casi moribundo, de rodillas, me saqué la camiseta y le agradecí a la vida por ese momento hermoso. Igual duró poco. Me desmayé del dolor a los pocos segundos y no supe más nada hasta el día siguiente. Los diarios hablan del mejor clásico de la historia, los hinchas quieren ponerle mi nombre a una tribuna y la gente del club dice que nunca habían vivido algo igual. Me animo a afirmar, sin derecho a réplica, que soy el tipo más feliz en de la tierra. ¿Eterna Promesa? Tu hermana. Soy el puto amo de Suiza. Ahora me voy a volver a sentar que no aguanto más el dolor. Gracias, Palermo querido, por inspirar mi hazaña. Y perdón por opacar la tuya, pero bueno, soy el pibe de oro… Y con qué lomo eh…


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